Evangelio de hoy / Orando con la Palabra

 




Evangelio según san Lucas 7, 11-17

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con Él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: “No llores”. Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”. Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.

Palabra del Señor.


“Dios ha visitado a su pueblo”


El Evangelio de hoy nos ayuda a recordar que, para el que cree en Jesús, la muerte es parte de la vida. Una de las promesas de Jesús es estar con nosotros todos los días de nuestra vida. Y aunque en muchas ocasiones no lo tenemos tan presente, podemos estar seguros de que el día en que debamos enfrentar el momento de la muerte propia o de un ser querido, Él se manifestará dándonos la gracia necesaria para sentirlo, porque Él nunca nos abandona.  

No es casualidad que Jesús haya estado allí justamente en el momento del cortejo fúnebre para consolar a la mujer en Naím. Jesús se acercó, la acompañó, se compadeció de ella, la abrazó, la consoló y conociendo su condición, le hizo el milagro de resucitar a su único hijo, del cual seguramente dependía para vivir.  
 
Nuestro Dios es un Dios de amor que se compadece, es cercano y sensible a nuestro sufrimiento y conoce nuestras necesidades. Debemos recordar que la muerte es un paso hacia la vida eterna. No es un castigo o el fin de nuestra vida.  
 
Cada uno de nosotros tenemos una misión y un tiempo determinado en este mundo. Vivimos con la esperanza de la vida eterna, pero en nuestra humanidad, tenemos miedo a la muerte. Pensamos que el día que el Señor nos llame, vamos a dejar a nuestra familia desamparada. Se nos olvida que la promesa de Jesús es para todos, es decir, Él también estará con ellos todos los días de su vida y se encargará de que nada les haga falta. La muerte no es el final.  
 
Jesús nos llama también a ser consoladores de los que sufren por la pérdida, a ser instrumentos de la compasión de Dios, a acompañar a quienes están pasando por el duelo; apoyarlos con nuestra oración y palabras de aliento con un abrazo fraterno. Nuestro acto de compasión es la forma en la que Jesús se acerca con ellos. 
 
Y no solo eso, en la medida de lo posible, ofrecer también nuestra ayuda económica y material cuando sea necesario, porque Dios nos ha puesto también para eso. Confía en que su poder venció a la muerte. No tengamos miedo al sufrimiento y a la muerte. Pidamos a Dios que nos ayude a verla como un paso, como un proceso en el que Él nos acompaña, nos consuela, nos abraza, nos anima y que Él seguirá viendo por los que más lo necesitan. Él tiene el poder para transformar la tristeza del momento en alegría, con la esperanza de saber que, con la ayuda de la gracia, nada nos faltará. Tú también glorifica a Dios porque ha visitado a su pueblo. 


Esta reflexión del Evangelio fue escrita por:
Juan Lara, miembro de Vivir en Cristo.
En colaboración con Evangelización Activa.

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