Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 11, 29-32


Al ver Jesús que la multitud se apretujaba, comenzó a decir: «Ésta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás. Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación.
El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón y aquí hay alguien que es más que Salomón.
El día del Juicio, los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay alguien que es más que Jonás».
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?  
Jonás proclamó a los Ninivitas la necesidad de la conversión para recibir el perdón de Dios. Él, a pesar de su rebeldía, se convierte en un signo de Cristo, enviado a salvar a la humanidad. Efectivamente, Jesús inicia su predicación del Reino diciendo: El plazo se ha cumplido. El Reino de Dios está llegando. Conviértanse y crean en el Evangelio. Y Él nos dio numerosas pruebas de que es el Hijo de Dios, que se ha hecho el Dios-con-nosotros.
Jonás, enviado a un pueblo de gentiles, los invita a volver a Dios; y al ver Dios cómo se arrepentían de su mala vida, tuvo compasión de ellos, pues Dios quiere que todos los hombres, sin distinción, se salven y participen de su Gloria.
En Jesús se llevan a cabo, de modo perfecto, estas expectativas, pues Él, cumplida su misión aquí en la tierra, enviará a sus Apóstoles a todo el mundo para que todos conozcan el Evangelio y hagan suya la Salvación que Dios ofrece a todos.
Dios nos ha convocado en esta Eucaristía para confiarnos el anuncio del Evangelio que nos salva. Él no se fija en nuestra vida pasada, pues nosotros, que nos hemos de convertir no sólo en aquellos que proclamen el Evangelio con los labios, sino que dan testimonio del mismo con una vida recta, hemos de ser los primeros que en ser perdonados, santificados y llenos del Espíritu de Dios.
Por eso, a esta Eucaristía venimos con el compromiso de entrar en comunión de Vida con Cristo. Él nos convertirá en un Evangelio viviente de su amor para todas las gentes. Al volver a nuestras actividades diarias hemos de ir como testigos de la fe que profesamos en Cristo, viviendo con mayor honestidad en medio de las realidades en que se desarrolle nuestra existencia.
La Iglesia de Cristo no puede vivir una fe de élites. La fe no está encadenada a alguna cultura, ni a un determinado estrato social, ni a grupos apostólicos dentro de la misma Iglesia.
Dios, que llama a toda la humanidad a la salvación, ha unido a sí a la Iglesia para convertirla en un signo perenne de su amor entre nosotros. Es a la Iglesia a quien compete continuar proclamando el Nombre de Dios a todos los pueblos. No puede anquilosarse en una mirada apostólica narcisista, traicionando así la Misión universal que el Señor le ha confiado. Por eso, quienes creemos en Cristo debemos, como Él, esforzarnos por llamar a todos a la conversión y a la aceptación en su vida de la Vida que procede de Dios, y de su Espíritu que habitará en el corazón del creyente como en un templo.
Nuestro anuncio del Evangelio no consistirá sólo en palabras, pues, aun cuando éstas son necesarias, sin embargo debemos dar testimonio de que esa Palabra ha sido eficaz en nosotros y nos ha salvado, nos ha liberado de nuestras esclavitudes al mal y nos hace caminar como criaturas renovadas en Cristo, capaces de amar, de ser misericordiosos, de ser constructores de la paz, y de ser solidarios con los que sufren enfermedades y pobrezas, para ayudarles a vivir con mayor dignidad. Entonces comprobarán que el Evangelio, en realidad, nos transforma, y puede darnos un nuevo modo de caminar como personas perfectas en Cristo; y podremos decidir, con mayor fundamento, nuestro seguimiento al Señor.

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