Te quedas, Señor
En el pan,
para calmar nuestra hambre espiritual.
Y, cuando te
vemos partir y repartir así la hogaza,
vemos que nos
amas hasta el extremo
que tu Cuerpo,
se desangra y se derrama en sangre,
para que,
nosotros tus amigos,
tengamos
asegurado alimento en nuestro caminar.
Te quedas, Señor.
Y, al quedarte
entre nosotros,
lo haces como
el que siempre sirve y se da.
Como el que,
arrodillándose o inclinándose,
nos indica que
el camino de la humildad,
es el secreto
para llegarnos hasta Dios
y para mitigar
penas y sufrimientos.
Te quedas, Señor.
Con un amor
tremendamente asombroso,
nos enseñas el
valor de la fraternidad,
la clave para
vivir contigo y por Ti.
La llave para,
abriendo la puerta de tu casa,
contemplar
que, el interior de tu morada,
está adornado
con el color del amor
y con la
entrega de tu Sacerdocio
o con el
sacrificio de tu vida donada.
Te quedas, Señor.
Para que, sin
verte,
te adoremos en
tu Cuerpo en tu Sangre.
Para que, al
llevar el pan hasta tu altar,
nos acordemos
que es signo de tu presencia.
Para que, al
repartirlo entre los necesitados,
comprendamos
que es sacramento de tu presencia.
Te quedas, Señor.
Y nos dejas un
mandamiento: ¡Amaos!
Y nos sugieres
un camino: ¡El servicio!
Y te quedas
para siempre: ¡La Eucaristía!
Y eres,
sacerdote que ofrece.
Y eres,
sacerdote que se ofrece
por toda la
humanidad.
Gracias,
Señor.
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