Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 9, 1-6




Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para sanar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles: «No lleven nada para el camino, ni bastón, ni provisiones, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir. Si no los reciben, al salir de esa ciudad sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos».
Fueron entonces de pueblo en pueblo, anunciando la Buena Noticia y sanando enfermos en todas partes.

Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?
No podemos considerar este envío como un simple entrenamiento, sino como el inicio de la misión que los apóstoles llevarán adelante de proclamar el Evangelio con poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades.
El Señor quiere a los suyos como sus colaboradores en el anuncio del Reino de Dios. Los apóstoles harán presente al Señor hasta los últimos rincones de la tierra. Es bueno proclamar el Nombre de Dios, su Buena Noticia de amor. Pero el Evangelio no puede ceñirse sólo a discursos magistralmente preparados y bellamente pronunciados. Hay que propiciar que Jesús se haga cercano a aquel que sufre por la pobreza o enfermedad, al que vive esclavo de sus pasiones, para que la curación de todos estos males le haga saber que el pertenecer al Reino de Dios por creer en Cristo Jesús, hace de los creyentes personas libres de toda influencia del mal.
El Señor nos quiere no tamto como promotores sociales sin trascender hacia Él; ni nos quiere como predicadores angelistas, desencarnados de la realidad. El anuncio del Evangelio debe integrar a la persona completa, con sus aspiraciones y con sus debilidades, para ayudarle a vivir con mayor dignidad su ser de imagen y semejanza de Dios, más aún, su ser de hijo de Dios por su fe y por su unión, mediante el Bautismo, a Cristo Jesús.
En esta Eucaristía celebramos el amor de Aquel que, conociendo nuestra fragilidad, hizo suyos nuestros dolores, cargó sobre sí nuestras miserias y nos curó con sus llagas. Él se presentó entre nosotros no como el Dios terrible, que da miedo contemplar y escuchar; sino con la sencillez de quien nos ama entrañablemente y se acerca a nosotros para manifestársenos como la Buena Nueva que el Padre Misericordioso pronuncia en favor nuestro.
Hoy estamos en torno a Él buscando, no sólo que nos conceda algún favor, sino que nos haga partícipes de su Vida y de su Espíritu para vivir de un modo mejor la fe que profesamos en Él.
Unidos al Señor Él nos envía para que proclamemos ante los demás lo misericordioso que Él ha sido para con nosotros. Les hemos de anunciar el Nombre del Señor; y lo hemos de hacer desde nuestra experiencia personal con el Señor y la vivencia fiel de sus enseñanzas.
Pero no podemos quedarnos sólo en el anuncio con los labios, sino que también nuestras obras deben convertirse en la proclamación de la Buena Nueva de salvación. Sólo así podremos ser testigos del Señor que se preocupan de remediar los males tanto personales, como los que hay en el mundo.
Hay muchas enfermedades interiores que hemos de curar en aquellos que nos rodean, como la soledad, la tristeza, la angustia, la inseguridad, el desbordamiento de las pasiones, la codicia, la preocupación compulsiva por los bienes temporales y por el poder; en fin, hay tantas esclavitudes que han atado a las personas y que requieren de nuestra atención de hermanos para ayudarlos a darle un nuevo rumbo a su vida, y, desde su vida, a toda la historia.
Dios quiere que no hundamos a los demás en el abismo, sino que los ayudemos a salir de él.

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