LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR Fiesta




Lectura de la profecía de Malaquías
3, 1-4
Así habla el Señor Dios:
Yo envío a mi mensajero,
para que prepare el camino delante de mí.
Y en seguida entrará en su Templo
el Señor que ustedes buscan;
y el Ángel de la alianza que ustedes desean
ya viene, dice el Señor de los ejércitos.
¿Quién podrá soportar el Día de su venida?
¿Quién permanecerá de pie cuando aparezca?
Porque Él es como el fuego del fundidor
y como la lejía de los lavanderos.
Él se sentará para fundir y purificar:
purificará a los hijos de Leví
y los depurará como al oro y la plata;
y ellos serán para el Señor
los que presentan la ofrenda conforme a la justicia.
La ofrenda de Judá y de Jerusalén será agradable al Señor,
como en los tiempos pasados, como en los primeros años.

Palabra de Dios.


Malaquías nos hace la presentación de alguien que entra en el santuario del Señor: el mensajero de la alianza. Éste es el buscado y el esperado y, ahora, sólo tenemos que mirarlo. Sin embargo, Malaquías nos lanza dos preguntas que nos frenan en seco, rompen nuestra inercia, y nos hacen meditar nuestra actitud y aptitud: ¿Quién podrá resistir el día de su venida? ¿Quién quedará de pie cuando aparezca? El mensajero será como fuego de fundidor y lejía de lavandero que nos purificará para poder ser ofrenda viva ante el Señor. La nobleza de los metales -oro y plata- es la primera condición para la transformación y reconocer, así, el señorío del que se acerca.


SALMO RESPONSORIAL                                  23, 7-10

R.    El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos.

¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria! R.

¿Y quién es ese Rey de la gloria?
Es el Señor, el fuerte, el poderoso,
el Señor poderoso en los combates. R.

¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria! R.

¿Y quién es ese Rey de la gloria?
El Rey de la gloria
Es el Señor de los ejércitos. R.




Lectura de la carta a los Hebreos
2, 14-18

Hermanos:
Ya que los hijos tienen una misma sangre y una misma carne, Jesús también debía participar de esa condición, para reducir a la impotencia, mediante su muerte, a aquél que tenía el dominio de la muerte, es decir, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor de la muerte.
Porque Él no vino para socorrer a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham. En consecuencia, debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo.
Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, Él puede ayudar a aquéllos que están sometidos a la prueba.

Palabra de Dios.



   Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
2, 22-40

Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor». También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:

«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz,
como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas
y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de Él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.

Palabra del Señor.


¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?

Simeón aguardaba el Consuelo de Israel. Llevaba esperando muchos años, quizá toda su vida. Esperaba en Dios, esperaba en las promesas que Dios había hecho al pueblo, esperaba al Mesías, esperaba...  Y nosotros ¿esperamos? ¿o queremos las cosas ya, en el momento en el que las deseamos? Tenemos demasiada prisa. Sin embargo, el crecimiento personal y la relación con Dios y con los hermanos requieren tiempo, crecen en la espera.
     "Señor, perdona y cura mi prisas y agobios"
     "Tú Señor lo sabes todo. Dame lo que quieras cuando quieras"

Hay deseos y deseos... Simeón esperaba ver al Mesías. Y a ti ¿qué te gustaría ver? ¿qué esperas con todo el corazón? A veces, nuestros deseos son mezquinos. Pedimos a Dios que purifique y ensanche nuestros deseos.

"Luz para alumbrar a las naciones". Jesús es la luz. Y nosotros cristianos queremos vernos y ver la realidad con la luz de Jesús, desde su evangelio. Sin embargo, en muchas ocasiones utilizamos luces bien distintas...

     "Perdón Señor por despreciar tu luz"
     "Gracias Padre por la luz del evangelio"
     "Quiero ver con tus ojos, Señor."

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