Los cinco minutos del Espíritu Santo

 


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Hoy la Iglesia celebra a Santo Domingo. En su vida podemos reconocer cómo el Espíritu Santo nos sorprende y a veces nos lleva a hacer cosas que no se entienden mucho, pero que son necesarias para el Reino de Dios.

Ese Reino ya está presente en el mundo, y está desarrollándose de manera misteriosa. Va creciendo aquí y allá, de diversas maneras. Como la semilla pequeña, que puede llegar a convertirse en un gran árbol (Mateo 13,31-32). Como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (Mateo 13,33). Y crece en medio de la cizaña (Mateo 13,24-30), también mientras dormimos, sin que lo advirtamos (Marcos 4,26-29). Por eso puede sorprendernos gratamente, y mostrar cómo nuestra cooperación con la gracia siempre produce frutos en el mundo. Pero es necesario cooperar con ese poder divino tratando de estar disponibles, liberados de los controles, esquemas y seguridades para dejarnos llevar donde el Espíritu Santo quiera y para anunciar el Evangelio sin demoras.

Esa urgencia es la que vemos plasmada en Santo Domingo. Él, dos años después de fundar su congregación, formada sólo por 16 personas, envió a los dominicos a París, Bolonia, Roma y España. En esos lugares debían fundar conventos, estudiar y predicar. Nadie entendía esa dispersión de pocas personas, con el riesgo de que la obra dominicana se acabara en poco tiempo.

Pero el argumento de Domingo era el siguiente: "Amontonando el trigo, se arruina; esparcido, fructifica".

Esta opción arriesgada de Domingo, que podía acabar en poco tiempo con su recién nacida congregación, se explicaba por una convicción profunda: ya no bastaba con fundar monasterios, centros contemplativos donde los monjes vivían seguros y en calma. Ahora se trataba de anunciar el Evangelio por todas partes, y viviendo en la inseguridad de los caminos, pobres y confiados en la providencia. Él confió en el Espíritu Santo, que le hacía ver esta necesidad, aunque muchos no podían comprenderlo.

El mundo necesitaba profetas, y el ideal de Domingo era vivir predicando el Evangelio como los Apóstoles. En él y en sus compañeros el Espíritu Santo había derramado el carisma de la predicación, y entonces no tenia sentido quedarse quietos en unos pocos conventos. La Palabra de Dios era en ellos como un fuego que no se podía contener (Jeremías 20,9). Pidamos al Espíritu Santo que logremos experimentar esa hermosa pasión.

📚 Autor: Mons. Víctor Manuel Fernández. ® Editorial Claretiana.

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