Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 7, 19-23




Juan el Bautista, llamando a dos de sus discípulos, los envió a decir al Señor: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro ?»
Cuando se presentaron ante Jesús, le dijeron: «Juan el Bautista nos envía a preguntarte: "¿Eres Tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?"»
En esa ocasión, Jesús sanó mucha gente de sus enfermedades, de sus dolencias y de los malos espíritus, y devolvió la vista a muchos ciegos. Entonces respondió a los enviados:
«Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquél para quien Yo no sea motivo de tropiezo!»

Palabra del Señor.


No podemos encontrarnos con Dios sino en el desierto; en la soledad y en el silencio sonoro, donde nos encontraremos a solas con Él.
Sólo así podremos conocerlo, conocer su voluntad y decidirnos a vivir conforme a su Palabra, fortalecidos con la presencia en nosotros, de su Espíritu Santo, que viene en nuestra ayuda, no sólo para que invoquemos a Dios como Padre, sino para que lo tengamos por Padre en verdad.
A veces podría impresionarnos más aquel que vive entre lujos y atrapado en el poder no como el que sirve, sino como el que oprime a los demás.
La Iglesia de Cristo no puede aspirar a impresionar a los demás con el fasto externo. El Señor nos ha enviado a proclamarle al mundo entero la Buena Nueva de salvación; y hemos de cumplir con nuestra misión de testigos con la debilidad de la cruz, con el seguimiento fiel y totalmente comprometido tras las huellas de Cristo.
Solamente así estaremos colaborando en la salvación de nuestros hermanos; pues cuando, por el contrario, llegamos a ellos aplastándolos con nuestra autoridad, o impresionándolos con nuestros lujos, lo único que estaremos propiciando será la admiración o el miedo hacia nosotros, pero no el amor hacia Cristo; y entonces estaríamos, desgraciadamente, frustrando el Plan de Dios en nosotros y en los demás.
En estos tiempos no es necesario ir al desierto para encontrarnos con los profetas, pues la Iglesia de Cristo ha sido constituida en portadora de la Buena Noticia de Salvación para el mundo entero; pero ¿Realmente somos los más pequeños, los que se han hecho nada, con tal de ganar a todos para Cristo?, pues si esto no es así difícilmente podremos proclamar con toda verdad el Evangelio de la Gracia, del amor, de la misericordia y de la Paz que se nos ha confiado.
El Señor nos reúne en torno a Él en este Celebración Eucarística.
El quiere seguir sembrando en nosotros su Vida para que brote en nosotros y produzca abundantes frutos de salvación.
Él sabe que muchas veces hemos sido como una caña sacudida por cualquier viento de doctrina, de moda, de maldad o de vicio, y que nos hemos hecho estériles en la realización del bien, pero tal vez muy fecundos en obras de maldad y de muerte.
Sin embargo a pesar de nuestras grandes miserias, Él sigue amándonos, y hoy quiere hacernos partícipes de su Pan de vida, para que en Él tengamos vida en abundancia.
A nosotros sólo corresponde decirle como el profeta: Habla, Señor, tu siervo escucha. Y lo escuchamos porque queremos poner en práctica su Palabra.
Por eso no sólo hemos de tratar de comprender la Palabra de Dios para anunciarla de tal forma que también ellos lleguen a reconocer a Dios como Señor en su Vida, sino que nosotros mismos hemos de ser los primeros beneficiados del amor y de la salvación que Dios ofrece a todos.
Entremos, pues, en comunión de Vida con el Señor para que en adelante toda nuestra existencia se convierta en una continua glorificación de su Santo Nombre.
En estos tiempos Dios nos envía a nosotros que somos la Iglesia, Esposa de su Hijo, para que seamos un signo profético de su amor en el mundo entero.
No podemos reducir esa acción al sólo anuncio hecho con palabras, tal vez muy precisas y eruditas, pues si a nuestras palabras no les acompañan nuestras buenas obras no tendremos la suficiente autoridad moral para colaborar en la salvación de quienes no sólo nos escuchen, sino que contemplan nuestra propia vida.
Revestir a los demás de Cristo es una labor que debemos ir realizando día a día, como una buena siembra de la que se esperan grandes frutos de salvación.
Aquel que anuncie a Cristo no puede sentirse satisfecho porque vea que se le llenan grandes espacios sagrados, que incluso parecen ser cada vez más insuficientes para escucharlo hablar de Cristo; su satisfacción será verdadera únicamente cuando vea que esas multitudes van iniciando una nueva forma de vivir, de colaborar en el bien de los demás, de ser más justas, más fraternas y más constructoras de paz, de dejar de odiar o despreciar a su prójimo a causa de su cultura, de su religión, de su condición social, pues el Señor ha venido a unirnos a todos como hermanos, libres de cualquier barrera que nos impida cumplir con ese deseo de Cristo.
Sólo entonces el éxito será el de la Victoria de Cristo, que con su poder salvador nos habrá liberado de la esclavitud a nuestros diversos males y nos verá como aquellos que, habiendo sido unos malvados, arrepentidos y vueltos a Él, nos hayamos adelantado en la consecución de los bienes definitivos, caminando juntos a la Casa del Padre, como hermanos unidos por un mismo amor y un mismo Espíritu.
Trabajemos, pues, por el Evangelio; y no nos engañemos pensando que tenemos por Padre a Dios sólo porque lo invocamos como Señor pero sin hacer su voluntad.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir realmente unidos a Él, de tal forma que, de acuerdo a esa nuestra experiencia personal de fe en Cristo, podamos anunciarlo como verdaderos profetas y como auténticos testigos suyos. Amén.

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