El gran milagro del Nobel de Medicina Alexis Carrel en Lourdes
Algo iba a suceder y se resistió a dejarse llevar por la emoción...
Alexis Carrel (1873–1944) era
un joven médico francés de Lyon de 30 años, cuando reemplazó a uno de
sus compañeros para ir como médico a una peregrinación de 300 enfermos
al santuario de Lourdes, en julio de 1903.
No
creía en Dios ni en milagros. Era un científico, que sólo creía en la
razón, pero era un hombre sincero y, al final del viaje, debió reconocer
que existía Dios y lo sobrenatural. Él nos cuenta su aventura espiritual en su libro Viaje a Lourdes, donde él escribe sus impresiones bajo el nombre de Dr. Lerrac (el revés de Carrel).
Dice así: El
tren se detuvo antes de entrar en la estación de Lourdes. Las
ventanillas se llenaron de cabezas pálidas, extáticas, alegres, en un
saludo a la tierra elegida, donde habrían de desaparecer los males…
Un gran anhelo de esperanza surgía de estos deseos, de estas angustias y
de este amor 24.
Al llegar los enfermos al hospital, Lerrac se acercó a la cama que ocupaba una joven enferma de peritonitis tuberculosa… María Ferrand (su verdadero nombre era María Bailly) tenía las costillas marcadas en la piel y el vientre hinchado.
La tumefacción era casi uniforme, pero algo más voluminosa hacia el
lado izquierdo. El vientre parecía distendido por materias duras y, en
el centro, notábase una parte más depresible llena de líquido. Era la
forma clásica de la peritonitis tuberculosa…
El
padre y la madre de esta joven murieron tísicos; ella escupe sangre
desde la edad de quince años; y a los dieciocho contrajo una pleuresía
tuberculosa y le sacaron dos litros y medio de líquido del costado
izquierdo; después tuvo cavernas pulmonares y, por último, desde hace
ocho meses sufre esta peritonitis tuberculosa.
Se encuentra en el último período de caquexia. El corazón late sin orden ni concierto. Morirá pronto, puede vivir tal vez unos días, pero está sentenciada 25.
A María Ferrand, después
de hacerle unas abluciones con el agua milagrosa de la Virgen, porque
su estado era sumamente grave y no se atrevieron a meterla en la
piscina, la llevaron ante la imagen de la Virgen en la gruta.
La mirada de Lerrac se posó en María Ferrand y le pareció que algo había cambiado su aspecto,
parecía que su cutis tenía menos palidez… Lerrac se acercó a la joven y
contó las pulsaciones y la respiración y comentó: la respiración es más
lenta. Evidentemente, tenía ante sus ojos una mejoría rápida en el estado general.
Algo iba a suceder y se resistió a dejarse llevar por la emoción.
Concentró su mirada en María Ferrand sin mirar a nadie más. El rostro
de la joven, con los ojos brillantes y extasiados, fijos en la gruta,
seguía experimentando modificaciones. Se había producido una importante
mejoría.
De pronto, Lerrac
se sintió palidecer al ver cómo, en el lugar correspondiente a la
cintura de la enferma, el cobertor iba descendiendo, poco a poco, hasta
el nivel del vientre…
En la basílica acababan de dar las tres de la tarde. Algunos minutos después, la tumefacción del vientre pareció que había desaparecido por completo… Lerrac no hablaba ni pensaba. Aquel suceso inesperado estaba en contradicción con todas sus ideas y previsiones y le parecía estar soñando.
Le
dieron una taza llena de leche a la joven y la bebió por entero. A los
pocos momentos, levantó la cabeza, miró en torno suyo, se removió algo y
reclinóse sobre un costado sin dar la menor muestra de dolor. Eran ya
cerca de las cuatro.
Acababa de suceder lo imposible, lo inesperado, ¡el milagro! Aquella muchacha agonizante poco antes, estaba casi curada26.
Esto
no puede ser una peritonitis nerviosa, pensaba. Ofrecía síntomas
demasiado acusados y absolutamente claros… Hacia las siete y media
volvió al hospital, ardiendo de curiosidad y angustia…
Quedóse mudo de asombro. La transformación era prodigiosa.
La joven, vistiendo una camisa blanca, se hallaba sentada en la cama.
Los ojos brillaban en su rostro, gris y demacrado aún, pero móvil y
vibrante, con un color rosado en las mejillas.
Las
comisuras de sus labios en reposo, conservaban todavía un pliegue
doloroso, impronta de tantos años de sufrimientos, pero de toda su
persona emanaba una indefinible sensación de calma, que irradiando en torno suyo, iluminaba de alegría la triste sala.
– Doctor, estoy completamente curada, dijo a Lerrac, aunque me siento débil… La curación era completa. Aquella
moribunda de rostro cianótico, vientre distendido y corazón agitado,
habíase convertido en pocas horas en una joven casi normal, sólamente demacrada y débil…
¡Es
el milagro, el gran milagro, que hace vibrar a las multitudes,
atrayéndolas alocadas a Lourdes! ¡Qué feliz casualidad ver cómo, entre
tantos enfermos, ha sanado la que yo mejor conocía y a la que había
observado largamente!27
Y él se fue a la gruta, a contemplar atentamente la imagen de la Virgen,
las muletas que, como exvotos, llenaban las paredes iluminadas por el
resplandor de los cirios, cuya incesante humareda había ennegrecido la
roca…
Lerrac
tomó asiento en una silla al lado de un campesino anciano y permaneció
inmóvil largo rato con la cabeza entre las manos, mecido por los
cánticos nocturnos, mientras del fondo de su alma brotaba esta plegaria:
“Virgen
Santa, socorro de los desgraciados que te imploran humildemente,
sálvame. Creo en ti, has querido responder a mi duda con un gran
milagro. No lo comprendo y dudo todavía. Pero mi gran deseo y el objeto
supremo de todas mis aspiraciones es ahora creer, creer apasionada y
ciegamente sin discutir ni criticar nunca más. Tu nombre es más bello
que el sol de la mañana. Acoge al inquieto pecador, que con el corazón
turbado y la frente surcada por las arrugas se agita, corriendo tras las
quimeras. Bajo los profundos y duros consejos de mi orgullo intelectual
yace, desgraciadamente ahogado todavía, un sueño, el más seductor de
todos los sueños: el de creer en ti y amarte como te aman los monjes de
alma pura…”.
Eran las tres de la madrugada y a
Lerrac le pareció que la serenidad que presidía todas las cosas había
descendido también a su alma, inundándola de calma y dulzura. Las
preocupaciones de la vida cotidiana, las hipótesis, las teorías y las
inquietudes intelectuales habían desaparecido de su mente.
Tuvo
la impresión de que bajo la mano de la Virgen, había alcanzado la
certidumbre y hasta creyó sentir su admirable y pacificadora dulzura de
una manera tan profunda que, sin la menor inquietud, alejó la amenaza de
un retorno a la duda28.
En su libro Meditaciones escribió: “Señor, te doy gracias por haberme conservado la vida hasta el día de hoy. Mi vida ha sido un desierto, porque no te he conocido. Haz que, a pesar del otoño, este desierto florezca.
Que
cada minuto de los días que me queden esté consagrado a Ti. No quiero
nada para mí, excepto tu gracia. Que cada minuto de mi vida esté
consagrado a tu servicio. Señor, toma la dirección de mi vida, porque
estoy perdido en las tinieblas. Todo lo que tu voluntad me inspire
hacer, lo cumpliré. Es necesario acercarse a Ti, Señor, con toda pureza y
humildad… Oh, Dios mío, cómo lamento no haber comprendido nada de la
vida, haber intentado entender cosas que es inútil comprender. Y es que
la vida no consiste en comprender sino en amar. Haz, Dios mío, que no
sea para mí demasiado tarde. Haz que la última página del libro de mi
vida no esté ya escrita. Que pueda añadirse otro capítulo a este libro
tan malo. Habla, que tu indigno servidor te escucha. Te ofrezco todo
cuanto me queda. Te hago el sacrificio voluntario de mi vida, como una
plegaria. Te pido que me guíes por el camino verdadero, el de las gentes sencillas, el de los que aman y rezan. Perdóname
todas las faltas de mi vida. Que cada minuto del tiempo, que aún me
esté permitido vivir, transcurra cumpliendo tu voluntad en la senda que
escojas para mí. Oh Dios mío, en este día me abandono totalmente a Ti,
con el sentimiento infinito de haber pasado por la vida como un ciego.
Haz, Señor, que pueda emplear el resto de mi vida en tu servicio y en el
de los que sufren” 29.
María Ferrand (María Bailly), la curada por la Virgen, se hizo religiosa de la caridad, de San Vicente de Paul, y murió en 1937.
Alexis
Carrel (Dr. Lerrac), después del milagro, publicó algunos escritos
sobre este hecho en los periódicos y revistas, pero fue marcado por el
ambiente anticlerical de sus colegas, por lo que no le quisieron dar
ningún trabajo.
Esto
fue providencial; pues, buscando empleo, fue al Instituto Rockefeller
de Nueva York a investigar y, como premio de sus investigaciones, a los
diez años del milagro, recibió el premio Nóbel de Medicina. Murió en
París en noviembre de 1944.
Según
afirmó el sacerdote que lo atendió en los últimos momentos, se confesó,
comulgó, recibió la unción de los enfermos y dijo: Quiero creer y creo
todo lo que la Iglesia católica quiere que creamos y para ello no
experimento dificultad alguna, porque no hallo nada que esté en
oposición real con los datos ciertos de la ciencia 30.
23 Ignace Lepp, De marx a Cristo, Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1968, pp. 198-217.
24 Alexis Carrel, Viaje a Lourdes, Ed. Iberia, Barcelona, 1957, p. 57.
25 ib. p. 50.
26 ib. p. 60-61.
27 ib. p. 64-66.
28 ib. p. 79-80.
24 Alexis Carrel, Viaje a Lourdes, Ed. Iberia, Barcelona, 1957, p. 57.
25 ib. p. 50.
26 ib. p. 60-61.
27 ib. p. 64-66.
28 ib. p. 79-80.
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