Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 6, 16-21
Al atardecer de ese mismo día, en que Jesús había
multiplicado los panes, los discípulos bajaron a
la orilla del mar y se embarcaron, para dirigirse
a Cafarnaúm, que está en la otra orilla. Ya era de
noche y Jesús aún no se había reunido con ellos.
El mar estaba agitado, porque soplaba un fuerte
viento.
Cuando habían remado unos cinco kilómetros, vieron
a Jesús acercarse a la barca caminando sobre el
agua, y tuvieron miedo. Él les dijo: «Soy Yo, no
teman».
Ellos quisieron subirlo a la barca, pero ésta tocó
tierra en seguida en el lugar adonde iban.
Palabra del Señor.
Jesús no busca la gloria humana; su
reino no es de este mundo. Después de multiplicar
el pan, dándose cuenta de que querían llevárselo
para proclamarlo rey, se retira de nuevo a la
montaña Él solo. Ahí, nuevamente en la intimidad
con su Padre Dios, no elude la realidad, sino que
escucha a su Padre para hablarnos de las cosas del
Cielo, de lo que es el amor del Padre por
nosotros; y lo hará más que con las palabras, con
las obras y con su vida misma.
Y pasan las horas; mientras sus discípulos se
embarcaron para dirigirse a Cafarnaúm en medio de
un viento contrario que les impedía avanzar con
rapidez y seguridad, pues las olas encrespadas los
ponían en peligro.
Dejar a Jesús; querer hacer camino sin Él con
nosotros, nos impide avanzar con seguridad en
medio de un mundo que nos invita a dar marcha
atrás en nuestros buenos propósitos, y nos amenaza
con hacer hundir y perder nuestra vida.
Muchos, efectivamente, han dado marcha atrás en su
fe o en sus compromisos con la Iglesia, pues los
ha ahogado el dinero, el poder y los placeres de
este mundo; porque han visto a su prójimo no como
hermano, sino como fuente de explotación para
lograr, injustamente, los propios intereses.
Cristo, así, se convierte en alguien que nos
asusta con su llamado a la conversión y al
servicio.
Pero Jesús ha venido no a llenarnos de temor sino
a darnos la Paz. Al vernos necesitados de ayuda,
es el primero en acercarse, incluso tal vez sin
que lo llamemos, pues Él bien sabe lo que
necesitamos. Cuando lo aceptamos en nuestra vida
para que le dé un nuevo sentido, un nuevo rumbo a
la misma, podemos tocar tierra firme y afianzar
nuestros pies, y consolidar nuestros pasos para
volver a amar y servir, para volver a ver a
nuestro prójimo no como un enemigo, ni como un
objeto del que nos podamos aprovechar, sino como
nuestro hermano a quien amamos y con quien
caminamos en santidad y justicia, dando testimonio
de un mundo nuevo entre nosotros: el mundo que
vive en la civilización del amor y no en la jungla
de la maldad y de la injusticia.
Este momento, en que celebramos la Eucaristía, es
el más privilegiado encuentro entre el Señor y
nosotros. No venimos llenos de temor sino de amor
y de esperanza.
Tal vez muchas cosas han angustiado nuestra vida y
la han llenado de temores. En Cristo sólo
encontramos la paz y a Alguien que nos ha amado
como nadie más lo ha hecho.
Nuestro encuentro con Él no puede reducirse al de
alguien que lo ha visitado sólo para saludarlo.
Jesús quiere hacerse compañero nuestro en la vida
diaria, para ayudarnos a caminar siempre llenos de
esperanza en que lograremos aquello bueno que
pretendemos en la vida.
Todos podrán abandonarnos, sin embargo, Aquel que
nos amó hasta dar la vida por nosotros, será el
Señor que siempre estará en camino con nosotros.
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