Eres tú, Señor, que entras
A lomos de un asnillo, humildemente
y sin más pretensión que cumplir
la voluntad de Aquél que te sostiene.
Para celebrar tu pasión, muerte y resurrección
y, sufrir, llorar y morir
para que no lo hagamos por siempre nosotros.
Eres Tú, Señor, que entras.
Rodeado de música y de salmos,
con palmas en las manos, vítores y aclamaciones.
Porque, tus horas tristes, aunque sean grandes,
hoy son anunciadas y publicadas de esta manera:
Siervo, entre los siervos.
Pobre, entre los más pobres.
Obediente, has la muerte.
Dócil, en el camino hacia el madero.
Fuerte, ante la debilidad de los que te rodean.
Eres Tú, Señor, que entras.
Sales al escenario de la Jerusalén.
La ciudad que hoy te aclama
y, la urbe, que mañana te dará la espalda.
La ciudad que hoy te bendice
y, el bullicio que mañana gritará: ¡crucifícale!
Avanzas por esa ciudad, Jerusalén,
que son las calles por las que nosotros caminamos:
encrucijadas de falsedades y de engaños,
de verdades a medias que son grandes mentiras,
de amistades y de traiciones,
de fidelidades y de deserciones,
de amigos que compran y se venden.
Eres Tú, Señor, que entras.
Porque sabes que, para ganar,
hay que saber perder.
Porque con tu entrada triunfal en Jerusalén
nos invitas a dejarnos enterrar,
para que en un amanecer despertemos a la eternidad.
Porque, al ascender por nuestras calles
nos muestras que, en la cruz que te espera,
se encuentra multitud de respuestas
ante tantos interrogantes del hombre.
P. Javier Leoz
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