Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 15, 1-2. 10-14
Unos fariseos y escribas de Jerusalén se acercaron a Jesús y le dijeron:
«¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros antepasados
y no se lavan las manos antes de comer?»
Jesús llamó a la multitud y le dijo: «Escuchen y comprendan. lo que
mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino lo que sale de
ella».
Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los
fariseos se escandalizaron al oírte hablar así?»
Él les respondió: «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial
será arrancada de raíz. Déjenlos: son ciegos que guían a otros ciegos.
Pero si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo».
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir,
Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?
Exterioridades. Muchas veces nos dejamos guiar por
ellas y las convertimos en el criterio de nuestra actuación y de nuestro
trato hacia los demás. Consideramos a una persona como digna, le
manifestamos el mayor de nuestros respetos y consideraciones gracias a
su poder económico o político. Las dignidades, incluso dentro de la
Iglesia, han elevado a muchos y los han alejado del trato con el común
de gentes. Aquellos que viven en la pobreza, aquellos que han sido
dominados por los vicios, aquellos que no comulgan con las propias
ideas, son considerados unos parias que ni siquiera deben ser tocados
para no mancharse con su “indignidad”. Hoy el Señor nos hace saber que
no es lo externo lo que nos mancha, sino lo que sale de nuestro
interior. Y es en el interior donde vive Dios; o vive el Maligno; o
vivimos nosotros en una tremenda soledad nacida de nuestro egoísmo que
nos lleva a vivir como desequilibrados o desquiciados mentales. Si el
Señor está con nosotros nuestras obras serán buenas, y tendremos el
valor y dignidad del mismo Dios. Pero si vive en nosotros el autor del
pecado y de la muerte, por muy grande que sea nuestro poder temporal
realmente, degradada nuestra persona humana, valdremos mucho más que
menos. Entonces, en lugar de participar de la Gloria del mismo Dios
seremos arrancados y arrojados lejos de su presencia.
Abramos nuestro corazón al Espíritu de Dios; entremos
en comunión de vida con el Señor; vivamos constantemente como hermanos,
hijos del mismo Dios y Padre. Pidámosle al Señor que sea Él quien nos
purifique de todo pecado y nos ayude a producir abundantes frutos de
salvación.
Y la salvación no nos viene por cumplir externamente la Ley, sino por
dejarnos revestir de Cristo; pues efectivamente no hay otra cosa, ni
otro nombre, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en los abismos, que
pueda salvarnos. Por eso no podemos quedarnos esclavos de tradiciones
que, inútilmente, pensáramos nos darían la salvación, o la curación de
nuestros males. El Señor es el único que puede salvarnos, concediéndonos
el perdón y la vida eterna.
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