Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 3, 13-17




Jesús dijo:
«Nadie ha subido al cielo,
sino el que descendió del cielo,
el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera, que Moisés
levantó en alto la serpiente en el desierto,
también es necesario
que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en Él
tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él».
Palabra del Señor.

¿Qué me quieres decir, Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?


Los cristianos cuando contemplamos la cruz de Jesucristo no vemos principalmente un instrumento de tortura, para nosotros la cruz es el signo más claro del amor más profundo, del amor de Dios, manifestado en  la entrega de su Hijo Jesucristo. Muere en la cruz, para darnos vida, vida eterna. ¡Qué paradoja! Desde la muerte, Jesús da vida.


Contemplamos la cruz de Cristo y damos gracias a Dios porque su amor a la humanidad, a cada uno de nosotros no tiene medida.


Dios sigue amando al mundo, sigue compadeciéndose de todos, especialmente de los que más sufren, y sigue enviando al mundo a sus hijos, a ti y a mí, para salvarlo de la desesperanza, de la injusticia, de la soledad. ¿Estás dispuesto a ser enviado? ¿Asumes el riesgo de la cruz? ¿Qué te dice Dios? ¿Qué le dices?


No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.


Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.


Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.


No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.



A veces, Señor, a veces

la historia es tan opaca,

la vida tan ambigua,

y el horizonte tan monótono y triste,

que de nada sirve tu mensaje

porque tu presencia se nos esconde.


Y entonces, Señor, entonces

el corazón sufre y sangra,

las entrañas, cansadas, se agotan,

el espíritu se desorienta

y los sentidos se rebelan

porque no encuentran brotes de esperanza.


A veces, Señor, a veces

se me rompen los esquemas,

me encuentro perdido noche y día,

camino sin saber dónde te hallas,

y espero contra toda esperanza

anhelando el roce de tu brisa.


Y entonces, Señor, entonces,

si no pasas susurrando y moviendo

los cristales de mis ventanas,

mi anhelo se desata, en pasión o ira,

queriendo que seas huracán, fuego, tormenta

que zarandee mi cuerpo y espíritu.


A veces, Señor, a veces

sólo anhelo que Tú me llames,

pronunciando mi nombre como otras veces,

para despertarme y pacificarme,

y poder compartir heridas, deseos y tareas

a la vera del camino de la vida.


Y entonces, Señor, entonces,

aunque haya bandidos y ladrones,

que Tú vas cerca y delante

abriendo caminos y horizontes,

silbando alegres canciones

y dándonos a todos vida abundante.


A veces, Señor, a veces

reconozco tu presencia y voz,

y entonces, Señor, entonces

te sigo y salgo al mundo con ilusión.


Florentino Ulibarri


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