Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 4, 31-37
Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y
enseñaba los sábados. Y todos estaban asombrados
de su enseñanza, porque hablaba con autoridad.
En la sinagoga había un hombre que estaba poseído
por el espíritu de un demonio impuro; y comenzó a
gritar con fuerza: «¿Qué quieres de nosotros,
Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con
nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de
este hombre». El demonio salió de él, arrojándolo
al suelo en medio de todos, sin hacerle ningún
daño. El temor se apoderó de todos, y se decían
unos a otros: «¿Qué tiene su palabra? ¡Manda con
autoridad y poder a los espíritus impuros, y ellos
salen!»
Y su fama se extendía por todas partes en aquella
región.
Palabra del Señor.
¿Qué me quieres decir,
Señor? ¿Cómo puedo hacer realidad este evangelio en mi vida?
Hay muchas clases de autoridad. Hay personas que tienen
autoridad porque saben mucho, otras porque tienen mucho poder y muchas
posibilidades para reprimir a los adversarios. La autoridad puede nacer del
poder o de la coherencia, de la autenticidad. Ésta es la autoridad de Jesús. Y
ésta debería ser nuestra autoridad.
“Señor,
danos la fuerza de tu Espíritu
para poder anunciar
tu Evangelio
con toda la humildad
de nuestra pobreza
y con la autoridad de
nuestro esfuerzo por ser coherentes”
Jesús libera de todo lo que no nos deja crecer como
personas y como cristianos. Por eso su lucha se dirige directamente contra el
pecado. El pecado es nuestro peor enemigo, un enemigo que se convierte en
invencible cuando no reconocemos su peligro.
“Señor,
gracias por desatarnos de las cadenas que nos atan,
por liberarnos de los
espíritus que nos atemorizan.
Concédenos reconocer el mal que retuerce a
nuestros hermanos
y ayudarles a
disfrutar la alegría de una vida libre.”
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