MONSEÑOR RUBEN OSCAR FRASSIA CLAUSURA AÑO DE LA FE - ORDENACIONES SACERDOTALES


Avellaneda Lanús – 23 de noviembre de 2013
 
Queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosas y religiosos.
Querido Pueblo de Dios
Queridas familias:
 
Hoy nosotros tenemos un motivo muy especial de reunión. Vinimos de distintos lugares a celebrar nuestra fe en el Señor. Somos concientes de que el Señor ha querido estar en medio de su pueblo y nosotros también queremos estar junto a Él.
 
Este año la Iglesia, a través del Papa Benedicto XVI, nos había invitado a peregrinar el Año de la Fe, a tomar conciencia de nuestro bautismo, de nuestra dignidad, de nuestra convicción, de nuestro seguimiento, de que el Señor está presente y es el Señor de la vida y de la historia. Y estamos orgullosos, contentos, de saber que podemos confiar en Dios, porque Dios nos ha elegido y nos ha llamado a todos; nos ha llamado a la vida, nos ha llamado a una familia, nos ha llamado a la Iglesia, nos ha dado el bautismo, nos ha dado la fuerza del Espíritu Santo, nos nutre con su Eucaristía. El Señor está en medio de nosotros.
 
La pregunta que hoy tenemos que hacernos, más bien diría la toma de decisión de querer estar con Él, es: ¿a dónde vamos a ir si Tú tienes palabras de vida eterna?, ¿queremos vivir, queremos estar contentos, queremos amar y queremos servir?, pues entonces el Señor tiene que estar y tiene que ser reconocido por cada uno de nosotros.
 
Por eso es importante tomar conciencia, es importante despertarse, es importante saber que estamos llamados a seguirlo y a dar nuestra vida cercana a Él en cualquier vocación. Aquí hay muchos jóvenes, yo les digo ¡no tengan miedo!; aquí hay muchos chicos y chicas para la vida matrimonial, yo les digo ¡no tengan miedo!, aquí hay gente grande, ¡no tengan miedo!, aquí hay religiosas, sacerdotes, diáconos, ¡no tengan miedo, porque el Señor es el único fiel! El Señor jamás va a defraudar a ninguno de sus hijos que haya puesto en Él su confianza. Por esos hay que vivir sin miedo siguiéndolo, imitándolo y poder revestirnos de sus mismos sentimientos
 
Como Iglesia diocesana, nos damos cuenta que la fe es el escalón fundamental, de base, para poder alcanzar la plenitud de vida que es la caridad. La fe sin caridad es una fe muerta. La caridad sin fe puede ser una mera filantropía. Ambas realidades son esenciales en la vida de una persona. Para los momentos alegres, para los momentos difíciles, para las cruces que cada uno de nosotros puede atravesar siempre tendrá que estar la confianza inclaudicable de la fe, la fuerza sin interrupción del amor y la caridad.
 
Como Pueblo de Dios queremos reconocer al Señor, no nos avergonzamos de Él, no lo negamos con nuestras palabras, pero sí lo podemos negar con nuestra indiferencia, con nuestro egoísmo o con nuestras obras. Al Señor no lo queremos negar porque sabemos que Él es el primero y principal en la vida de cada uno de nosotros y del Pueblo de Dios. Con entusiasmo le creemos, le amamos; con entusiasmo queremos servir, llevar su mensaje a los demás y estamos dispuestos a no abandonarlo jamás.
 
Y ahora, en esta clausura del Año de la Fe, estos hermanos han aceptado la elección que el Señor ha tenido con cada uno de ellos. Los llamó para incorporarse a Cristo como cabeza, a un sacerdocio que también está en lo real por ser bautizados, pero ahora sacerdocio ministerial. Tendrán que plasmarse y parecerse cada vez más a Cristo. No son ellos los que lo han elegido, sino que son ellos los que le han aceptado. Es el Señor que ha puesto en ellos su mirada; es Dios quien los conoce profundamente, los conoce del derecho y del revés, de afuera y de adentro, como son; por lo tanto confíen en el Señor, porque Él los conoce y conociéndolos los llama para que vivan su ministerio sacerdotal.
 
El sacerdocio ministerial está unido al sacerdocio del Obispo. Está unido e integrado por el Obispo en el presbiterio con los demás hermanos, que están llamados a representarlo a Cristo aquí en la tierra, a obrar en su nombre sabiendo que no son protagonistas sino que  deben obrar en su nombre; y tienen que parecerse cada vez más a Él en todo lo posible. También por medio de sus propias fragilidades pero siempre lo importante es a quién representan.
 
El sacerdote no es un personaje público, “de excelencia”, que tenga “arrastre”, que sea muy querido, muy reconocido, que sea “fabuloso”, “extraordinario”, no. Son cosas muy buenas pero son poco importantes. Lo más importante de un sacerdote es que esté unido a Cristo y que sepa cuál es su misión. Ellos tendrán que obrar conforme a Cristo y dar a Cristo, y nada más.
 
Dar a Cristo en las cosas de Dios para los hombres, es un servicio extraordinario. Pero fíjense que el sacerdote es un puente, es el hombre de Dios para los demás hombres. Por eso siempre tiene que ser un hombre creyente. Creyendo, cree, anuncia, ejerce el ministerio sacerdotal, transmite y anuncia la Palabra de Dios, vive la Eucaristía. En el nombre de Cristo perdona los pecados, alivia y consuela al enfermo, es capaz de rezar por su pueblo a través de la Liturgia de las Horas, es capaz de estar al lado de aquel que realmente necesita. Pero para poder hacer y cumplimentar estas realidades, uno tiene que estar interiorizado con ellas y creer en ellas.
 
En el Ritual, cuando el Obispo ordena a los diáconos, se dice: “cree lo que lees, enseña lo que crees,  vive lo que enseñas”, es decir que permanentemente el sacerdote está en tensión entre Dios y los hombres; no puede vivir conformando al público mediáticamente, no puede vivir agradando a los demás para que los demás consuman lo que quieran consumir.
 
El sacerdote tendrá que ser el hombre de Dios para su Pueblo. Pero tendrá que estar muy unido a Él para que siempre pueda decir “Palabra de Dios” y no “palabra de hombre”. Criterio evangélico y no capricho de persona. Doctrina del Evangelio y de Jesucristo y no opiniones supeditadas a los vaivenes y caprichos de la época.
 
Es importante que nosotros, como comunidad y como Iglesia, recemos por los sacerdotes para que sean santos sacerdotes, no para que se conformen a lo que uno piensa, sino para que ellos hagan lo que Dios les pide, para Él y para su Pueblo.
 
Queridos hijos, no tengan miedo, confíen en el Señor que los llamó, que les da la gracia y que los va ayudar para que sean fieles sacerdotes. La gracia es el Espíritu Santo, que hace posible lo que muchas veces para nosotros es imposible. Pero para poder vivir y entregar la vida nunca se alejen de la gracia del Espíritu Santo, nunca se alejen de Dios porque si uno se aleja de Dios dice el salmo “heriré al pastor y dispersaré sus ovejas”. Hay que cuidar a los pastores, para que también las ovejas sean cuidadas. Hay que cuidar a los sacerdotes para que puedan dar la vida y amar en serio, hasta el final por los hermanos.
 
La Virgen es un fiel ejemplo, la Madre de Dios. Ella recibió una gracia inmensa, pero fue humilde, escuchó, encarnó, respondió y se entregó. Que hagan ustedes lo mismo.
 
No les deseo éxito, les deseo el conocimiento de Jesucristo, el amor entrañable y sincero a la Iglesia; el amor entrañable, sincero y no demagógico de las personas, de los pobres, de los sufrientes, de toda realidad. Y tengan siempre la libertad que, en la caridad, siempre den lo necesario. Y en aquellas cosas que son superfluas no tienen por qué entrar, y en las cosas que son caprichosas tampoco, porque no tienen verdad.
 
Sean hombres de Dios, hombres de la Iglesia, hombres de su pueblo, en espíritu, en alegría y en verdad. Nosotros los acompañamos con la oración, con nuestro afecto y con el esfuerzo de nuestra vida.
 
Que así sea.

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